sábado, 3 de noviembre de 2012

Un reino bajo la luna

En “Un reino bajo la luna”, volvemos a encontrar lo que hace distintivo al cine de Wes Anderson: la fábula insular; el fetichismo por los objetos anacrónicos; la fantasía de color pastel; el manierismo del encuadre fijo sobre escenografías que simulan ser retablos o miniaturas; la vocación por la extravagancia cordial: la imaginería ingenua de acentos folk, a lo Norman Rockwell; los personajes caracterizados por algún detalle de utilería pintoresca, como los anteojos de Sam o los prismáticos de Suzy: la nostalgia por un pasado mediato en el que todos éramos más soñadores, más sentimentales, más lunáticos y, acaso, más infantiles.


También el carácter pictoricista de una puesta en escena calculada con regla milimétrica. O, mejor, como ocurre en la introducción y los créditos de cola, interpretada y explicada como una composición musical de Benjamin Britten en la que los instrumentos se lucen primero separados y luego al unísono. O en su traducción visual, como si fuesen las viñetas de un álbum ilustrado con esmero: tan bello en el detalle y la concepción de cada cuadro, como liso y distante en su conjunto.


La fórmula Wes Anderson es la de los sentimientos, pero nunca tan expuestos ni desenfadados. La de los afectos, pero no excesivos. La de la aventura juvenil, con mapas, brújulas y enfrentamientos como en “La guerra de los botones”, pero sin verdadero júbilo o placer lúdico. La de la pasión, pero con una barrera que la contiene: la del humor de segundo grado. La del romanticismo, pero con un toque de caricatura que lo descompone.

Ilusionados, extravagantes, perseguidos, los niños fugitivos de “Un reino bajo la luna” llevan su idilio a un grado de emoción que, de pronto, las derivas absurdas o burlescas de la historia terminan por desarmar. Luego de la placidez lírica de las escenas en el reducto de la playa, llegan las maquinaciones grotescas de la tormenta.

Anderson siempre contrapone los frenos de la distancia y los contapesos que enfrían los conflictos y las tensiones.

Diseña, por ejemplo, un personaje complejo como el de Bruce Willis, que se resiste a ser un soldadito de plomo más en este retablo de niño talentoso, pero inmediatamente le opone a Tilda Swinton, la “bruja” institucional, la caricatura que hacía falta. Y cuando el relato se complica y la narración se empieza a tensar, aparece en escena el narrador oficial, guía geográfico de esos territorios insulares de Nueva Inglaterra, y la película es propulsada hacia otros derroteros.

Wes Anderson narra su fábula desde la suficiencia. Mira la isla desde lo alto. Y a su pequeño cosmos le aplica la ciencia del maquillaje. La cosmética de Wes Anderson.

Ricardo Bedoya

3 comentarios:

Sr.ConBoina dijo...

Muy Acertada su crítica sobre Wes Anderson. A mí también me parece a veces un niño grande jugando con muñequitos a los que viste, maquilla, y coloca aquí u allá. Divierte, sorprende, pero difícilmente emociona.
Muy poética la traducción peruana del título de la película.
Muy bueno el blog.
Saludos.

Anónimo dijo...

película para hipsters

Gustavo Herrera dijo...

La disfruté prestando mucha atención sobre cada encuadre y su detallada y precisa escenografía, un maestro en ese sentido Wes Anderson por la elección de las mejores alternativas aún cuando tiene que incluir paisajes naturales o lluvia de utilería. Me encantó también la analogía de la partitura musical como la suma de los instrumentos. Menos original lo percibo en cuanto a la comedia contenida y la dirección de los actores adultos. Pero cuando se trata de los niños, les imprime una especial gracia que hace que la historia se vea con interés aunque el final sea simple y complaciente.